En una alberca me lavé la cara
y las manos. Quedaba allí,
en el agua, la pena con el polvo.
No sé si estaba alegre;
quería estarlo y eso
basta para salvar.
Entré.
Llevaba en el zurrón
aquel denario solo y evasivo
y algunos panes duros de esperar.
Entré
en la ciudad.
Niños desnudos,
mujeres de amarillos pechos,
viejos de piedra milenaria
me miraban. ¡Adiós!, decían, creyendo
que yo era de ellos por mi facha.
Un perro me ladró con júbilo,
mas había llegado el tiempo
en que podía andar sin lazarillo.
Seguí. Calle Real
de la vida. ¿Y esto?
A millares caían
pétalos de azoteas y balcones.
Carteles, arcos y banderas
me daban
la bienvenida.
Rumor de mar surgía de los gritos.
Sonaban coros, mágicos aplausos
como en ferviente noche de ópera.
¡Ciudad mía, esperanza,
reposo para siempre, corazón del mundo,
cuánta fiesta por este
simple viajero de lo eterno,
buscador de la dicha!
Y todo porque quise
llegar a ti con la memoria intacta,
con la niñez entera entre las manos,
no partida como ánfora en hogar de ignorante.
¿Tanto es que el árbol vuelva
a su raíz y el pájaro a su nido?
“El hijo que perdido llorábamos, regresa”.
¿Pero me fui
de ti yo de verdad,
ciudad original, encantamiento
iluminado, amor sin ámbito?
Cada vez que llovía del lado de la muerte,
¿sabes que me escondí
en el hueco de miel de tu recuerdo,
ciudad sin años,
última grada para todo,
cielo de heridos,
felicidad que tú te llamas siempre,
felicidad de tu aire por mi ala?