Aquí, aquí el fuego. Como el hombre teme
mirar su sangre, que le da la vida,
así contempla las decoraciones
de la muerte. Las llamas han prendido
en las secas adelfas sucesivas,
en los jazmines que en las tapias crean
más blancura y las rosas mercantiles
de plástico. En silencio llegan todos:
niños, mujeres, juventud, torpeza.
Todos dependen de algún muerto en este
antiguo cementerio de provincia.
El viento sopla, arquea los cipreses
incendiados. Furiosas lenguas danzan
en las tumbas, deshacen cada gesto
(saltan cristal y corazón bordado)
de las fotografías familiares.
Y se quema la muerte, y nos miramos
sin entender. Inútiles, vinimos
a salvar lo que no lo necesita,
a rescatar lo que ninguno ahora
se atrevería a reclamar. La noche
dispone un miedo nuevo entre los mármoles.
Vana fue nuestra pródiga presencia.
Mas nadie huye de los resplandores
vertiginosos, su impudor sin fin.
Tenemos sed. El humo nos deforma.
Nos hipnotiza cada tumba. Sólo
pensamos que tenemos sed, sed, sed…