Julio Mariscal, poeta del amor y de la tierra

Una correspondencia

Julio Mariscal no salió, no quiso salir de Andalucía. Y si salió de su pueblo, Arcos de la Frontera, fue porque no tenía más remedio: estudios de Magisterio en Cádiz, servicio militar en Vejer, destinos de maestro en Cádiz, El Bosque, Espera, Santa Bárbara de Casas, Paterna de Ribera, y por fin Arcos. En una carta que me envió desde Santa Bárbara en octubre de 1956 habla del pueblo: “Triste, duro, de tejados rojos y encinares, ya en la raya de Portugal, ya más Portugal que España, tan lejos de todo lo mío”. En carta de marzo de 1957 me dice que se quiere ir de esas tierras “tristes” del Andévalo, “lejos de mis verdes y mis azules, entre estos pardos extraños”. Verdes y azules, colores tan esenciales para su poesía de imágenes, para la recreación sobre todo de su tierra íntima, la que él adoraba, la de Arcos.

En carta de septiembre de 1957 me informa que ya tomó posesión de su nuevo destino en Paterna, y habla bien del pueblo: interesante, de gran personaliad, con su prestigio romántico de contrabando con Gibraltar, reteniendo aún “su empaque, su rumbo de galopes y su aire de cante grande”. “Cada día –añade- me traerá nuevas emociones”. A los tres años de estar allí no ha cambiado de opinión, aunque él se sienta muerto, “enterrado definitivamente” (carta de noviembre de 1960). Dice que vegeta, que “malcumple” con lo profesional, que no va a Arcos –y Arcos no está lejos- desde hace tiempo y que vive ahora en “un pisito nuevo, casi en el campo”. Y dirá del campo: “Estoy frente a este campo tan hondo, frente a esta tierra tan áspera y maravillosa que alguna vez me hace estremecer, que tan fuertemente tira de mis pies, de mis manos, de mi corazón”. Palabras clave en las dos cartas, “emociones” y “estremecer”. La poesía de Julio Mariscal es ante todo emoción, algo que no suele presentarse en los textos de la poesía actual.

Desde octubre de 1967 ya está destinado en Arcos de la Frontera. Por fin, en su pueblo. Pero se siente derrotado, apenas escribe. En carta de noviembre de ese año me dirá que se considera un muerto, “un muerto del todo”. Sus problemas estomacales, su carácter, su sensibilidad en carne viva (la misma cosa), sus problemas sexuales, su soledad, la conciencia de traiciones de amigos poetas, las muertes en su familia, todo formaba una especie de tela de araña en la que se sentía atrapado, y no era Julio Mariscal un luchador, sino un abúlico extremo.

Lo de escribir poco le venía de mucho antes. La mejor obra de Julio Mariscal la escribe en los años 50, la mejor y con mucho la más abundante.

Fue él siempre leal al amor de su tierra. Andalucía no le falló nunca; su pueblo, Arcos, tampoco. Eran amores de tierra, tierra en su sitio, los más seguros. En una carta de enero de 1963, Julio Mariscal me hablaba, cómo no, de su hipocondría, de sus problemas de salud y falta de interés por todo, pero al referirse a Andalucía sus palabras resplandecen, la ve “maravillosa”, “enorme”, alaba su “elegancia racial” y su “angustia millonaria” y dice que “merece más, mucho más que unos octosílabos folklóricos, porque por debajo de las castañuelas –escribe- arde la sangre; la sangre en pie y pujante de la carne acorralada que se encoge o de la gorra vergonzante que se eleva; y que, junto a la “soleá” o la “serrana”, está esta tierra que se amanceba con el aguacero y trae al mundo esos trigales de Junio con sus segadores ingrávidos”. La angustia millonaria se refiere a dos cosas, la pena sin nombre de todo andaluz, y el dolor por la tierra explotada, “sedienta y sola”. Julio Mariscal era muy consciente de las injusticias sociales.

Arcos de la Frontera representaba para él la esencia de Andalucía, pueblo y campo, pueblo de campo. En carta de julio de 1957, me escribe a propósito de Arcos: “Estos paisajes, estos tipos, estos recuerdos que yo quiero actualizar a fuerza de irme desnudando el corazón, de irlo haciendo –intentar hacerlo- niño”. Actualizar los recuerdos, abolir el tiempo, habitar un espacio suyo para siempre. Un espacio y lo que contiene: objetos y sobre todo personas, vivas o muertas, familiares, vecinos. La poesía de Julio Mariscal es una poesía de vecinos.

En un poema del libro Tierra de secanos , “El pueblo”, escribe: “El pueblo, ya sabéis: / un puñado de casas, una plaza, una fuente”. Un puñado de casas, pero entre todas las casas, una es la central, la suya de niño, adolescente, joven, maduro, aunque la haya de vivir de manera interrumpida. Julio Mariscal evoca emocionadamente su casa, “la vida recoleta de estancias soleadas”.

Recordará que cuando tenía quince años, la merienda era a las 5 (leche con galletas) y la cena durante el verano a las 9. Habla de la casa familiar: la sala, zona prohibida; la blanquísima cocina y Dolores la cocinera; el cuarto de la plancha y María que de todo se ocupaba y que “llegó dice- a mis siete años con sus manos pequeñas / como dos robles hechos para mis diabluras”; el patio, con su paraíso estival de celindas, jazmines y pilistras (así dice Mariscal, al modo popular, pilastras, no aspidistras), y una mecedora perfecta para la siesta bajo la vela (así dice, vela, al modo andaluz, y no toldo). La siesta es celebrada –escribe- como una “aureola de gracia”. El jardincillo de su casa (y dice jardincillo, no esa palabreja, jardinillo) le trae al recuerdo los dondiegos, las dalias, las margaritas, y sus padres mientras él jugaba: “Mi madre recosía con los ojos lejanos”. La madre es la figura central en el espacio casero. En el libro Pasan hombres oscuros evocará a su madre y sus besos, que le llenaban los días de “cánticos azules”. En otro libro, Aún es hoy, hay un poema a ella dedicado, titulado “Madre”: “Era toda la vida, madre mía, / aquí, contigo, amor y pan caliente”. La casa es, además, inseparable de sonidos como “la cucharilla en el café”, en fin, todo lo que constituye un mundo mágico de sensaciones raíces. Leyendo a Julio Mariscal pienso siempre en César Vallejo, por el cariño que este puso en los pequeños objetos domésticos, que Mariscal llama “las pequeñas cosillas inefables”.

En el pueblo está, dominadora, la casa del poeta. Pero no sólo su casa. Está la escuela. Años aquellos de mandil y abecedario, con el maestro don Laureano “siempre serio”. La escuela –dirá- parecía una mariposa de colores. Y soleada se levanta la iglesia en su memoria como un “chorro de ternura”. Allí la torre, el campanario con cigüeña y reloj contando los latidos del pueblo. La plaza será otro espacio entrañable, donde se celebraban los bailes el domingo. ¡Qué seducción la de los domingos, reproducida sin esfuerzo entre los residuos de la memoria! Al domingo le dedicará Julio Mariscal un soneto:

El pueblo, espuela y sombra, es un membrillo
para labios de cántaro y besana;
un colibrí dorando la mañana
de torres y altos ramos de tomillo.

El corazón del pueblo, caramillo
de vino del país, cuero y ventana,
haciéndose estameña en la campana,
abril en el afán y el alamillo.

Mozo y moza afinando la mirada
en un aire de crines y aceituna,
sementera del beso sin espina.

Y allá, en lo hondo, sola y olvidada,
pozo de desengaños, va la luna
dejándose una estrella en cada esquina.

Otro espacio son las calles. Blancas, encaladas. Pero hay calles de barrios pobres donde el Ángelus –un sonido típico en la poesía de Mariscal- suena de otra manera, calles “aún sin historia” y con esquinas obtusas. En el soneto que leí hace un momento la luna, desengañada, se deja una estrella en cada esquina. Símbolos son las esquinas, en Mariscal, de intimidad, aunque una intimidad especial, la del alquiler sexual y clandestino. Un poema titulado precisamente “La esquina” recoge esa desilusión, blanca esquina que sirve de tapadera al hastío y la urgencia varonil:

Muchachos andaluces con las manos
como dos turbias hoces, cercenando
senos en flor o boca en desafío.

El beso, el cobre, el sol de los secanos,
y esta cal de Morón, enmascarando
de blanco el negro toro del hastío.

Campo y pueblo no pueden ser separados. Se vive en función del campo, de la tierra. Tierra cansada de parir –dice Mariscal-, horizontal, hembra desnuda, hambrienta de los cuerpos de los campesinos. Tierra “negra, abierta, clamadora y vacía”, donde los campesinos siembran unos granos de trigo y viven pendientes de la lluvia o del agostamiento de las espigas. Y el pedrisco de diciembre puede abalanzarse sobre el olivo, el almendro o el trigo. Y si la lluvia tarda, se busca solución en Cristo o la Virgen. Se saca en procesión al “Cristo renegrido”, y listo. La fiesta de la Patrona del pueblo es, más que nada, el gran motivo de pedir agua para las cosechas.

Pueblo y campo no son nada sin referirlos a los que los ocupan. ¿Quiénes son?  De los más inmediatos, los de la casa familiar, incluido el poeta niño o adolescente, ya hablé antes. En el pueblo están otros niños, a los que Mariscal recuerda especialmente cantando canciones de rueda, y hay, entre los adultos, los humildes cantantes de flamenco, convertidos en su propio cante, y en lo social inexistentes. Habla un cantaor muerto:

Yo no era nada, ni pasión, ni fuego,
ni voz, ni carne, ni osamenta:
yo era sólo el “fandango” o la “alegría”.
Lo demás era humo,
sonrisa o mueca por seguir tirando.

Una vez le pidió a Julio Mariscal Rafael Vázquez Zamora que contestara ciertas preguntas para España Semanal de Tánger. Algunas preguntas las contestó por su mano y otras quiso que yo las respondiera por él. Me lo pidió en carta de 17 de agosto de 1959. No me acuerdo de lo que hice. ¡Era tan propia de Julio Mariscal esta indefensión! Lo más probable es que las contestara otro; no me gustan los cambios, los disfraces de personalidad. En el borrador que me mandó, él hablaba de cómo empezó su vocación poética. Decía que “tarde” y con el fondo de la “copla andaluza”. Y a la pregunta sobre la significación del grupo poético de Arcos, respondió que ellos tenían en común el tiempo (o sea, las edades, lo cual no es verdad) y el paisaje: “una Andalucía rural despegada del folklore”. De modo que él diferenciaba la copla, del folklore; lo vivido, de lo organizado, acarreado y vendido por otros.

En el pueblo vivía don Laureano, el maestro, que cité antes; el cabo de la Guardia Civil; la vieja que vende dulces; el cartero “de azul galoneado”; el hortelano con su borriquillo, pregonando peras, calabazas, tomates, nísperos y naranjas; el boyero que vuelve cantando, con sus vacas la “Perezosa” y la “Rumbona”; el aguador; el buhonero que lleva su vejez y miseria a cuestas; las prostitutas. Y en el campo y el pueblo viven los que siembran, los que siegan, los que trillan. Campesinos, hombres duros “como un romance de Federico”, desintegrándose bajo el sol “de justicia”. Julio Mariscal los incita a rebelarse:

Por todos los caminos.
Hombres de España: en pie
por todos los caminos.

……………………………

Todo menos morirse así, tras de la yunta
y el mísero puñado de reales.

Quienes dan el mísero puñado de reales son los caciques, los explotadores, los hombres oscuros tan lejos de la belleza, la ilusión o la poesía. Cuando el avaro recobre su cuerpo el día de la resurrección, lo único que le importará será tener la mano entera, “con sus uñas curvadas, cultivadas, / para alzar el negocio y la mentira”.

De más muertos, de otros vecinos muertos se ocupó Julio Mariscal en sus versos. La muerte siempre fue una obsesión para él, la esperaba sin mucho tardar. ¿Cómo extrañar que su primer libro fuese sobre la muerte, sobre los “muertos”, porque Mariscal huía de las abstracciones? Corral de muertos, título que se debe a Unamuno, se publica en 1954; sólo diez poemas. La segunda edición cuenta con veintiuno. El libro recoge un meditado paseo por el cementerio del pueblo, durante el cual se refiere a vidas allí enterradas. El cementerio es un espacio importante en el “sentimiento del espacio” de su poesía entera.

El poema que más me gusta de Corral de muertos es “Rosario Atienza”; su lápida tiene una previsible inscripción, “Tu esposo e hijos que te lloran”. Murió ella hace tiempo, su tumba no está adornada con flores. Mala es la muerte y peor el olvido. Sobre el polvo de una mujer que no conoció, Julio Mariscal ha escrito un grandísimo poema:

¿Quién eres tú, “Rosario Atienza”,
y quién ”Tu esposo e hijos que te lloran”?
Sabemos
que fue en octubre, un veintisiete
de hace ya… ¿Cuántos años?
¿Cuántos olvidos desde aquel octubre?

………………………………………

Iba a pasar de largo. Pero, mira:
vuelvo a la flor y al hombre que se mueven
por otros vientos que los de estos chopos
y he pensado: Quizás tú quieras algo,
un beso o un consejo
o una camisa limpia
para ese esposo e hijos que te lloran.
¿Qué te lloran aún, Rosario Atienza?

Siguiendo con el tema de la muerte, a Julio le gustaba mucho la Semana Santa (que es pasión y muerte), y la Semana Santa de su pueblo. Se identificaba con ella. En carta de mayo de 1959 me pedía un poema para un Cristo, el Nazareno; me pedía una glosa de “la imagen más popular y querida de nuestra Semana Santa”, que sale en la madrugada del viernes. Era para ilustrar una foto de la imagen del Nazareno por el Altozano, “doce, catorce horas de recorrido por calles espeluznantes, para recorrer la ciudad de punta a punta. Al amanecer bendice al campo con un especial mecanismo que hace que mueva la mano derecha”. Y me dice en la carta que años atrás él le había escrito saetas; me copiaba dos. Esta es la segunda, tan ingenua:

Ya en los olivos te han visto
cuando empezó a amanecer
mover tu mano derecha
para hacerlos florecer.

La carta llevaba membrete: “Real, Muy Ilustre, Antigua y Venerable Hermandad del Stmo. Cristo de la Buena Muerte, Nuestra Señora de la Soledad y Santo Sepulcro, Arcos de la Frontera”.

¡Cómo no había de gustarle a Julio Mariscal ese Cristo que mueve la mano y bendice los campos en la amanecida! Es el Cristo suyo, popular, absolutamente humanizado.

A ese Dios que se hace criatura mortal le dedicaría un libro, Quinta palabra (1958). Arcos se transforma en Jerusalén. Cristo de nuestra tradición barroca y realista de la Semana Santa del Sur. En el libro hay extraordinarios sonetos: “La cruz a cuestas”, “El Cirineo”, “Consumatum est”, “La lanzada”, “Después”, “Madrugada”, y el más extraordinario, “Ecce-homo”, tan representativo de esa humanización. Recuerdo que cuando me mandó los sonetos del libro me preguntó cuál quería que me dedicara. No vacilé: “Ecce-homo”, y así figura dedicado en el libro. Aquí va el soneto:

Así es como te quiero. Así, Dios mío:
con el dogal de “hombre” a la garganta.
Hombre que parte el pan y suda y canta
y va y viene a los álamos y al río.

Hombre de carne y hueso para el frío
guiñol que nos combate y nos quebranta.
Arcilla de una vez para la planta
y el látigo del viento y del rocío.

Así, Señor, así es como te espero:
vencido por el fuerte, acorralado,
cara al hombre y al mundo que te hiere.

Carne para los perros del tempero,
piedra en que tropezar, luz y pecado:
hombre que solo nace y solo muere.

Resulta tremendamente significativo: es un Cristo que (¡nada menos!) conoce el mal, un Cristo que ha pecado, ¿qué más hombre? Por decir eso la Inquisición lo hubiera quemado siglos atrás. Dios rebajado a hombre sin condiciones ni privilegios. Pecador, vencido y solo.

…Pecador, vencido y solo, y por amor: así Julio Mariscal también. El poema final del libro Tierra (1965) es una oración a Cristo. Pone por garantía lo que le queda de pureza, “un nardo, un azahar postrero”, para que su voz llegue a Él. Pedirle a Cristo que acepte su voz es pedirle que acepte su sufrimiento y su pecado, aquello que los vuelve a los dos iguales.

Julio Mariscal quería que su obra poética de amor se clasificara de esta forma: Poemas a Soledad o el amor “juvenil”; Poemas de ausencia o el amor “ideal”, también “evocado”; Pasan hombres oscuros o el amor “maduro”; y Tierra o el amor “prohibido”. Así me lo dice en cartas de 1963.

Nunca me admitió su preferencia sexual, aunque yo, como los demas, lo sabía. Recuerdo que un día, en Sevilla, se sacó una foto de mujer de la cartera y me dijo: “Mira, esta es mi novia”. Yo, con algo de zumba, le contesté que cómo no se la había dedicado… ¡Cuánto sufrió, qué desamparo el suyo frente a una sociedad cobarde, puritana y estúpida, que lo señalaba, que lo hundía con el dedo!

En Poemas a Soledad , Mariscal se evoca a sí mismo muy joven, tiene quince años y el alma “fresca, sin estrenar”. Fue en septiembre –mes tan poético en su obra- cuando le llegó la revelación del amor. Pasan hombres oscuros (1955) corresponde al amor “maduro”. Treinta años tiene el poeta y quince el ser amado. La desigualdad de edades es motivo de críticas y sarcasmos en el pueblo. “Los ojos socarrones –escribe- nos tasaban lo mismo que arrobas o fanegas”. Hay poemas inolvidables en el libro; valga como ejemplo el que lleva por título “VIII”:

Cuando estoy solo digo: “de mañana no pasa”,
mañana entre mis brazos como dos ríos locos,
como dos corazones en llama viva. Como
dos pecados mortales en un alma encendida…
De mañana no pasa que una palabra oscura
tiña de rojo el blanco pañuelo de tu frente,
que un gesto haga cosecha la viña de tus senos
tan bobamente niños, agraces todavía…

Pero llega mañana –la rosa de la tarde
quemándose en el oro puro de tus cabellos-
y basta una sonrisa tuya, un esbozo apenas
de tu mirar de frente,
para que en un momento se derrumbe en tus nardos
toda la arquitectura de mis noches de insomnio…

Emoción, finísima emoción la de estos versos. En carta de octubre de 1956 me decía Julio Mariscal que Pasan hombres oscuros había sido un libro terrible para él y que cada verso le suponía un pedazo del corazón, cuando no entero. Me añadía que don Ramón Carande acertó al afirmar que era un libro emocionante y que eso coincidía con el concepto de la poesía que él tenía. Según él, poesía es emoción; que escribe sólo cuando una emoción lo avasalla.

Poemas de ausencia (1957), libro del amor “evocado” o “ideal”, continúa la bellísima serie de Pasan hombres oscuros. Los poemas más originales del libro quizá sean los que tratan de la imagen de ella creada por él con su ausencia, imagen superadora de la misma realidad:

Pero es su ausencia, su no ser, su estarse
haciendo estar donde el vacío llena,
lo que la vuelve única,
lo que inicial la torna
y hace del ciervo de mi voz un ronco
clarín de montería
para buscarla en cotos de la ausencia.

…”Su no ser”. Me recuerda lo de Quevedo: “Partir es dejar de ser”.

Y el libro Tierra. En carta de enero de 1963, me decía que era el libro que más le había costado, y que trata del “amor visto por el lado malo”. Me sigue diciendo que no quiere confusiones y que no lo había publicado todavía por temor a interpretaciones “torcidas”. Me pide además un prólogo para el libro, en el que yo aclarase que se trata de un “canto de amor de la mujer prohibida”. Es un amor –me escribe en otra carta, de noviembre de 1963- “prohibido, oscuro, como lo llamaría Federico”.

¡Cuántos esfuerzos de Julio para que yo viese de un color lo que era de otro! La alusión a Lorca y sus Sonetos del amor oscuro, ¿cómo podía engañar, engañarme? No podía yo tampoco engañar a los lectores. Ser verdadero significaba poner a Julio Mariscal delante de las fauces inquisitoriales. Otra vez ante las fauces imbéciles y ansiosas de sangre, porque en 1957 y 1958 estuvo el poeta sujeto a la terrible humillación de casi convertirse en carne de cárcel. Nunca fue el mismo desde entonces. Cuando apareció el libro en 1965, me lo envió desde Paterna con la siguiente dolida dedicatoria: “Para Manolo Mantero, tan amigo, tan poeta, tan primero siempre en mi cariño, por un prólogo que no quiso escribirme, vaya con mi Tierra este abrazo hondo, Julio”. ¿Hice mal en no escribir ese prólogo, debí haberlo escrito y ser insincero? Malo ser insincero y peor ser sincero, por lo peligroso para él. Preferí callar.

En Tierra no dice cuántos años tiene él; el otro cuenta con treinta. Curiosos estos números relacionados con el amor, siempre los mismos: en Poemas a Soledad el poeta tiene quince años, en Pasan hombres oscuros treinta y el ser amado quince, en Poemas de ausencia no se dice nada y en Tierra el otro tiene treinta años. Quince, treinta, quince, treinta. Números mágicos, mitad, doble, llegada al amor, despedida del amor.

Era amor y era destrucción, infierno para él. No le importó:

Como treinta cohetes, como treinta plomadas,
como treinta tizones sobre mis ojos, ciego,
comprendí que eras tú mi septiembre, que estaba
esperándote siglos antes de nacer y era
mi sangre un gusanito, un ojal de solapa
donde prender los treinta
clavelones oscuros de tu sangre.

En otro poema, el titulado “XII”, tampoco engaña:

La noche para el beso de amor tendido, oscuro;
para el coñac y el beso tortuoso y distante;
para el viejo trasiego de carne y calderilla
y para ese otro mundo sin ramos de alegría.

Pero es aquí, en la dura penumbra de mi alcoba,
mientras que fuera brama el toro del verano,
donde quiero tenerte, desnudarte, sentirte,
y encontrarme y perderme soportando tu cuerpo.

Pasión al rojo a la hora de la siesta de verano, tan erótica también en otros poetas: José Zorrilla, Salvador Rueda, Federico García Lorca. La tarde para el amor apasionado, no la noche, pues que la noche es para las juergas, la prostitución “y para ese otro mundo sin ramos de alegría”. ¿A qué mundo se refiere? ¿Al conyugal?

Sabía él cuánto arriesgaba. En el poema primero del libro recuerda lo que significó la llegada de su amante:

Portazo para madre, hermanos, casa,
amigos y proyectos; raya negra
para todo lo claro, lo vertical, lo niño
con la frente apoyada en los cristales.

………………………………………

Y aquí me tienes como un toro ciego
corneando, furioso, inútilmente,
el muro enorme de los prejuicios.

Prejuicios y perjuicios. Un amor, como el poeta escribe, a contramano, tenía que chocar. Porque era lo clandestino, lo pecaminoso, lo brutal, lo excepcional. Era lo libre, lo aniquilador. La sangre ¿cómo no le iba a estallar por dentro?

Hoy vivimos entre concesiones estentóreas de recompensas literarias amañadas, productos del fascismo intelectual y grupuscular de las mafias orientadoras del tráfico de la corrupción, y entre candidaturas ansiosas a la Academia de la Lengua, cursos de verano de universidades que debieran cuidar más sus desprestigiados inviernos, conmemoraciones de centenarios, cincuentenarios o decenarios –nuestro país siempre fue un país de halagos póstumos-, publicaciones de enciclopedias, historias de la literatura y similares, de novelas para retrasados mentales y libros de poesía sin personalidad, cojirrítmicos, barbibarrocos,  gargarismos de una nueva poesía social de señoritos, o alucinaciones de boboherméticos, metapoesía de autores narcisos que de tanto mirarse en su obra se ahogan en ella, en fin, todo lo que configura una época donde manda lo crítico, incestuoso, impotente y compendiador por faltar lo creativo (así sucedió en el horrendo siglo XVIII), y hoy, hoy –digo- festejamos a un poeta andaluz que murió hace casi treinta años, Julio Mariscal Montes, uno de los más importantes poetas revelados durante los años 50, uno de los más importantes poetas de amor que haya dado nunca nuestra literatura. ¿Por qué Julio Mariscal no tiene el lugar que merece en nuestro ambiente cultural español? Eso mismo me preguntaba hace mucho Vicente Aleixandre en su casa madrileña, y digo ahora igual que le contesté entonces: sencillamente, porque está mucho más allá de las limitaciones de las modas. Es un poeta que escribió, no a la sombra del estar, sino a la sombra del ser. Para quedar.

¿Y dónde “es” Julio Mariscal más vivo, dónde queda más vivo y juvenil que en Arcos? Hay un poema de Julio, “La feria”, en el que se recoge la vuelta del poeta a su pueblo:

…he vuelto a ti, tierra que soy,
que alguna
vez –polvo y polvo- me retorne
ya polvo tuyo para siempre.

Esa fue su ilusión, hacerse un día tierra con la tierra de su tierra, ser espacio funeral en el espacio de su tierra. Lo ha conseguido. Pero ¿sería justo hablar de “espacio funeral”? Nadie piense que Julio Mariscal tiene una calle en Arcos pero que esa calle no lo tiene a él porque ha muerto y ya no la puede pasear. Todas las calles de Arcos lo tienen, todas lo reviven y todas lo hacen suyo.

Conferencia dada en la antigua Capilla de la Misericordia de Arcos de la Frontera (Cádiz), 10 octubre 2006. Publicación en Obras Completas IV. Ensayo y Crítica II, Sevilla, RD Editores, 2011.