Sobre el libro Alegatos de los gatos. Relatos con retratos de los gatos literatos.
Humor no es comicidad, aunque suelan equipararse. No son de mucha ayuda los diccionarios, españoles o extranjeros, con sus referencias al humor como “agudeza” o “sentido del ridículo”. Entre los escritores que se han ocupado del tema, Pío Baroja señala acertadamente que el humor no debe proceder de una intención rencorosa, y Ramón Gómez de la Serna, que debe conmover. Luigi Pirandello distingue “conciencia de lo contrario” (lo cómico) de “sentimiento de lo contrario” (el humor). Según Pirandello, el humor desenmascara los engañosos valores del hombre, pues el hombre se imagina hermoso, bueno, feliz, y piensa que sus máscaras son verdades, cuando en realidad son verdaderos el mar o las piedras, el mundo más puro, al que pertenecen también los animales.
Y los niños: Antonio Burgos dedica el libro a su nieta. En Alegatos de los gatos (Madrid, La Esfera de los Libros, 2004) no hay rencor, logra conmover y desenmascara lo artificioso con que los valores humanos rebajan la inocencia de los animales. Los gatos “no son envidiosos, ni rencorosos, ni violentos”. No pecan.
Existe en muy alto grado el humor en el libro de Burgos, y es primeramente a causa del don de conmover desde la ternura. Ternura por los gatos, “seres mágicos” que no viven para decorar nuestro egoísmo y nuestro antojo. Burgos recoge esta afirmación de Schopenhauer: “Una compasión por todos los seres vivos es la prueba más firme y segura de la conducta moral”, y critica, con gracia y sin fatigar, a una sociedad en la que los animales sirven por lo general de consumo, desprecio o indiferencia. También de crueldad.
¿Tienen alma los gatos? ¿No la tienen? Se creía en tiempos antiguos que los esclavos no la tenían, llegándose a pedir oficialmente que las mujeres tampoco. Algo habrá de alma en los gatos, escribe Burgos, cuando “tras sus ojos muestran una infinita capacidad de sufrimiento y alegría”. Torcuato Tasso hablaba con los gatos, que de noche le ofrecían la luz de sus ojos para que escribiera en la prisión. A la relación mujer/gato la despoja Burgos del rutinario erotismo de tantos textos en verso o en prosa, y así, gran felicidad –dice- supone ver a la mujer amada con un gato pequeño dormido en sus brazos. Porque este es un libro sobre tres gatos cuyas aventuras domésticas no presentan más complicación que las de una vida vivida dentro de un marco a gusto y a tope, tres gatos callejeros recogidos por amor y que reciben un montón de afectuosas cartas de gatos de España y de otros países.
Los tres gatos poseen, como recomendaba T.S. Eliot en Old Possum´s Book of Practical Cats -texto que sirvió para el musical Cats-, un nombre que los dignifica y diferencia de los otros gatos. Eliot puso nombres jugando con la palabra y tan anormales como Bombalurina, Jellylorum, Mungojerrie y Rumpleteazer. Burgos no pone nombres análogos, como tampoco los obvios de Micifuf (Lope de Vega), Kitty (Lewis Carroll) o Cat (Truman Capote). Los tres gatos reales del libro se llaman Remo, Rómulo y Adriano. Todo, muy romano, con un guiño andaluz a Itálica. Nos informa el autor que Remo es de derechas, Rómulo de izquierdas, y Adriano “de Cádiz”. La historia del gato rubio Adriano es especialmente conmovedora, así como la de Truchi, gata siamesa que llora igual que las personas tras la muerte de su joven dueña el 11 de marzo en la estación de Santa Engracia. Burgos organiza con mano maestra el vaivén entre lo trágico y lo divertido, y el lector -por ejemplo- se entera, a modo de compensación, de las tranquilas e impertinentes andanzas de Felipa, la gata de la Casa Rosada argentina, o Manolo, Margarita y Lucas, los gatos de Aznar en la Moncloa.
En Alegatos de los gatos aparecen escritores que son gatos y también escritores humanos, entre ellos Baudelaire, Poe, A. France, Colette, Cocteau, Hemingway, Borges, Cortázar, Neruda, M. Zambrano, G. Diego y J. Uceda. Y aparece, nada más empezar el libro, el brillante lenguaje de Antonio Burgos, rico de recursos en los planos fónico, morfosintáctico o lexicosemántico. Título y subtítulo del libro componen ya una divertida reiteración de rimas. Se leen metáforas como esta: “No hay nada que le guste más a un gato que meterse dentro del ojo de Polifemo de la lavadora”. Personificaciones: “Los vientos son masculinos, hombres que rondan la calle a las ciudades queridas”. Paradojas: “Escriben -los gatos Remo, Rómulo y Adriano- con el pensamiento del silencio de su mirada”. Hay varios casos de sustitución en construcciones lexicalizadas que provocan la sonrisa, como cuando se aconseja quitar el oso y colocar el gato junto al madroño en el símbolo de Madrid, ya que a los madrileños los llaman “gatos”.
En una entrevista reciente, Antonio Burgos ha declarado que tiene un deseo, un sueño, el de la paz y la libertad en el mundo. Cuando T.S. Eliot, en sus versos gatunos, afirmaba que cada gato cuenta con otro nombre que nadie sabe excepto el gato y que jamás dirá a nadie, pienso que los gatos, en este libro tan ágil de humor y tan hondo de emoción, donde la vida y la muerte se contemplan a través de los animales más que a través, como es usual, de la conveniencia y el capricho de los humanos, pienso, sí, que los gatos de Burgos no se han guardado para ellos sus nombres más íntimos, sino que nos los entregan apasionadamente como una esperanza. Son los mismos nombres dobles para todos: “Paz” y “Libertad”. El hecho de que en nuestro idioma sean nombres aplicables a gatas y no a gatos resulta irrelevante. Son unisex y universales.
Blanco y Negro Cultural, Madrid, 27 octubre 2004. Y Obras Completas IV. Ensayo y Crítica II, Sevilla, RD Editores, 2011.