El anciano me dice
que no encuentra su centauro,
el centauro (me dice) de palabra fuerte y dulce,
de pecho grande como el universo,
de barba rubia,
de mirada más limpia que el agua.
Yo le digo al anciano
que no existen, que nunca han existido
los centauros. Me apena su locura,
muevo mis hombros con desmayo. Señor, le digo,
vaya a un psiquiatra, los centauros son
fantasía, nostalgia.
Me oye despacio como al juramento de un monstruo,
me explica que le han robado su centauro,
me implora que lo busque,
por favor, búsquelo, mi centauro que han robado
(quizá los estúpidos lapitas)
o han matado con flecha envenenada
(quizá el analfabeto Heracles),
mi centauro a la luna consagrado,
mi centauro, el solo ser que me da ciencia y paciencia.
No se preocupe, le digo,
yo nada puedo hacer,
soy un simple mortal que no cree en los centauros,
pero iré al templo de aquel en quien creo
y postrado en el mármol
a Dios le pediré que aparezca su centauro,
al Dios de palabra fuerte y dulce,
al Dios de pecho grande como el universo,
al Dios de barba rubia,
al Dios de mirada más limpia que el agua.