Por una senda llena de amatistas y gotas
de sangre de mancebo,
Luis Cernuda ha llegado
al infierno. Contempla el ámbito terrible,
oye las voces largas como huellas de cobra,
junta sus manos en un gesto de
conformidad.
Luego, bañado de una roja luz,
sigue andando. De pronto,
un hombre –barba noble, ojos sin mancha-
se le ha acercado.
Sobre el brazo le ha puesto
su mano, le detiene. Dice:
-Sé bien venido, Luis Cernuda,
a nuestro reino. Quítate, si quieres, la corbata
pues hace calor en
este eterno verano a donde irrumpes,
y cuéntame. No ignoro
que me ensalzaste en versos doloridos,
quejoso tú del mundo sin verdad que has dejado.
Te diré, Luis Cernuda, que conmigo
no está Rimbaud;
fue oficio del destino separarnos.
Habla sin miedo, siéntate
en esta peña. Háblame del mundo.
Luis Cernuda ha mirado
a Verlaine. Pero calla.
Verlaine ya no pregunta, a su vez mira
los dedos finos, principales,
la andaluza presencia,
y se sumen los dos en un silencio denso.
Un leve viento orea
la techumbre de seda del infierno
cuando el demonio surge,
reclama
su humana presa última.
Los labios del demonio, hermosos, turbadores,
se abren para emitir el Juicio:
-Luis Cernuda, has amado
todo cuanto la tierra te ofreciera,
desde la golondrina de tu natal Sevilla
hasta el dolor del hierro de tu exilio.
Por ti vivieron, revivieron
un olor de azahar,
un muchacho vendiendo jazmines por la calle,
la muerte del invierno,
una tormenta de palomas.
Odio no hubo en tu vida, hijo,
sino dolor y confesada herida.
Yo te acepto. Pasea
por mis dominios,
recoge el fuego inédito,
acaricia las aves que tus cabellos rozan,
entra en tu ciudad, esta
nueva Sevilla para ti guardada,
hecha a tu cálida medida,
olorosa, y no a gentes que te anulen.
Porque purgaste en lágrimas lo que no mereciste.
Luis Cernuda, asombrado,
se ha puesto en pie, todo de luz.
Verlaine sonríe. Cantan arcángeles y santos,
que rodean al trío. Luis Cernuda
ha comprendido. Por fin habla,
sólo puede decir, en un suspiro inmenso:
-Dios mío.