He de matarte un día y enterrarte
en el blanco ataúd de la azucena,
hombre de agua y dolor, que alumbra y suena
como orilla de alma. He de matarte.
Aquel beso inmortal no tuvo parte
en tu docilidad triste de arena.
Naciste así, jinete de la pena,
y –ecuestre y torpe- habrás de conformarte.
Porque tu sangre es tu peor condena
no te importe morir, mano en la brida,
la mirada clamando en el desierto.
Dentro del corazón de la azucena
ganarás la batalla de la vida,
Cid lunar y andaluz, después de muerto.