A Betty Jean Craige
El sol se pone y todavía
los amantes separan jaramagos,
escrutan en el polvo: buscan
el zarcillo perdido en la furiosa
lid de amor. Se difunden
las sombras y la brisa esparce olvido
sobre la hierba. Los amantes
arañan en la tierra,
acuden a los brillos, y es en vano.
(Nada era triste cuando el sol lucía
en los premiosos labios yuxtapuestos,
y bajo el peso
del varón y su ruego susurrado,
se extendió la mujer, bella de audiencias).
Aquí descubren un principio
de mosaico, un desecho de columna;
más allá, a flor de superficie, un muro
decapitado que el cardal corona.
La luna surge, plena.
En el anfiteatro,
el tiempo es duro y quieto como un llanto eterno.
Suena Sevilla entre el lejano humo:
una canción, una campana, un grito…
Mas no reina en Itálica la muerte
donde dos novios buscan por el suelo
la última espuma, el rastro
de su ligada donación frenética.
Miradlos cómo indagan silenciosos,
iluminados por la luna; cómo buscan
lo que otros novios hallarán mañana,
cuando ellos sean pasto de los siglos.